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"La Lengua", como lengua única, expresión racista y excluyente


En Cataluña, es habitual que en discursos oficiales y documentos se hable de “la lengua” como si todos supiéramos a cuál se refieren. La ambigüedad recuerda a la forma en que se habla de “Dios” en contextos religiosos, asumiendo que se trata del cristiano, el único Dios. Ignora deliberadamente que existen otras deidades, Buda, Zeus, Anubis, etc., aunque no digan que sean menos válidas, pero el uso del nombre común invisibiliza a quienes no comparten esa fe. Si el nombre común se refiere a un solo Dios... entonces no puede haber otro Dios. Del mismo modo, “la lengua” invisibiliza otras lenguas y marginaliza a quienes las usan, reforzando estereotipos y prejuicios sobre quién pertenece culturalmente y quién no. Porque al no tener necesidad de explicar que lengua es, se asume como única lengua.

Una manera de excluir sin decirlo, pero no por ello menos racista que el Ku Klux Klan. A simple vista, parece un compromiso con la cultura y la educación, pero el uso del artículo definido “la” genera un mecanismo de exclusión: se da por sentado que hay una única lengua legítima y que quienes no la usan están automáticamente fuera. El problema no es solo lingüístico. Hablar de “la lengua” establece implícitamente quién pertenece y quién no. Se está haciendo proselitismo como si de una secta se tratase, se entrena las mentes para asumir la dominación mediante la repetición cotidiana del lenguaje de manera inadvertida. Al final uno internaliza la subordinación, no puede haber racismo cultural más excluyente que este simple "la lengua".

Si hablas esa lengua, estás dentro; si no, estás afuera. Este mecanismo condiciona la identidad cultural, la educación y la visibilidad social de quienes usan otros idiomas presentes en Cataluña, como el mayoritario español y que hablamos el 100% de la población o el aranés. Para muchas familias hispanohablantes o migrantes, esto se traduce en un obstáculo real: sus lenguas y culturas quedan desvalorizadas, y ellos pueden ser percibidos como “menos catalanes”, generando un racismo lingüístico que discrimina por idioma y origen.

Este fenómeno se inscribe en lo que los estudios sociolingüísticos denominan racismo lingüístico, una forma de discriminación que no se centra en la apariencia física sino en la lengua que se habla. Investigadores como Tove Skutnabb-Kangas y Robert Phillipson han documentado cómo imponer una lengua dominante no solo limita la comunicación, sino que también actúa como mecanismo de poder simbólico, estableciendo jerarquías culturales y políticas. En Cataluña, el uso exclusivo de “la lengua” reproduce esta jerarquía de manera sutil: quienes hablan español u otras lenguas quedan relegados a un estatus subordinado, percibidos como ciudadanos de segunda categoría, a pesar de su pertenencia histórica y social a la región.

Desde una perspectiva de identidad y construcción social, la imposición discursiva de “la lengua” funciona como un filtro simbólico que determina quién tiene acceso a la visibilidad pública, la educación de calidad y la participación cultural. Este mecanismo de homogeneización refuerza la idea de que la identidad catalana está intrínsecamente ligada a una lengua concreta, invisibilizando los procesos históricos de mestizaje, movilidad y diversidad que han caracterizado la región. La lengua se convierte así en un instrumento de poder político que regula la ciudadanía cultural.

Afecta a la vida cotidiana y la autoestima. Los niños y jóvenes hispanohablantes internalizan mensajes implícitos de inferioridad cultural y lingüística, lo que puede traducirse en menor rendimiento escolar, menor participación cívica y una sensación de marginación constante. Este racismo lingüístico opera bajo la apariencia de neutralidad y normalidad, lo que lo hace especialmente dañino: no se necesita una política explícitamente discriminatoria para segregar, basta con el lenguaje, los discursos y los símbolos que naturalizan la supremacía de “la lengua” sobre las demás. Reconocer y cuestionar esta dinámica es un paso indispensable para una sociedad que pretenda llamarse inclusiva, democrática y respetuosa de su pluralidad histórica y cultural.

El efecto práctico es tangible: libros, talleres y políticas culturales se concentran en la lengua “oficial”, mientras que el resto de la población recibe menos recursos y representación simbólica. Niños hispanohablantes con ganas de leer en su idioma se encuentran con una oferta desproporcionada y limitada, simplemente por la elección de palabras de quienes definen las políticas culturales. La exclusión no es neutral: se entrelaza con prejuicios raciales y culturales, reforzando un sistema donde unos son considerados “propios” y otros “ajenos” por su lengua.

En definitiva, hablar de “la lengua” no es solo un gesto cultural: es un acto político que excluye y discrimina sin levantar la voz. Es una forma de homogeneizar lo diverso, invisibilizar lo plurilingüe y consolidar identidades excluyentes bajo la apariencia de normalidad.