Curiosamente, ese mismo principio puede aplicarse hoy al conflicto lingüístico y cultural en Cataluña: el catalanismo institucional y social también debe ceder espacio. El catalanismo debe pedir perdón y empezar un proceso de reparación y perder espacio para que lo ocupen millones de personas marginadas en Cataluña. Solo así habrá verdadera cohesión social, cuando estemos representados en la misma proporción en la dirección social, y sin que nos obliguen a cambiar de idioma, que el porcentaje de población que representamos.
La comparación que acabamos de realizar se trata de un paralelismo estructural sobre el poder, el espacio y la hegemonía. ¿Por qué podemos hacer esta comparación? porque en Cataluña existe un grupo hegemónico pese a que es minoritario, algo que permite el sistema desigualitario de las autonomías, con la gran mayoría de competencias en manos del catalanismo, que usa y abusa del poder, al mismo tiempo que condiciona al gobierno de España con sus escaños bisagra para poder seguir discriminando en Cataluña. Ambos han construidos sistemas donde lo suyo, su lengua, la cultura que hace solo su grupo étnico, se considera lo normal, lo propio, lo legítimo. Y cuando la realidad social cambia, porque hay más hispanohablantes o llegan inmigrantes, reaccionan con ansiedad y resistencia, temiendo perder ese lugar de privilegio.
1. El poder como monopolio cultural
Tanto el patriarcado como el catalanismo han construido estructuras donde lo suyo se percibe como lo “normal”, lo “propio”, lo “de todos”. En el patriarcado, esa normalidad tenía la voz, el cuerpo y los valores de los hombres; en el catalanismo, tiene la lengua y la mirada de una minoría que fue hegemónica hace más de un siglo. En ambos casos, esa hegemonía se naturaliza: parece de sentido común que el poder hable por boca de un hombre o hable catalán. Pero la naturalidad del poder no es inocente: es una decisión histórica convertida en hábito. Y todo hábito que monopoliza el espacio público se vuelve ciego a la exclusión que produce.
2. El cambio social y la resistencia
Las mujeres, con su acceso masivo a la educación y a la vida laboral, transformaron la estructura social. Del mismo modo, los hablantes de español han cambiado radicalmente el mapa humano de Cataluña: ya no se puede hablar de un país homogéneamente catalanohablante. Sin embargo, los grupos dominantes reaccionan igual ante el cambio: con miedo.
Los hombres temen “no poder decir nada”, perder relevancia o ser desplazados. Los catalanistas temen que el catalán “desaparezca” si deja de ser obligatorio. Ambos temores comparten un reflejo: confundir que todo el mundo tiene derecho a la participación con la desaparición del privilegio. Lo que se resiste no es solo la justicia, sino la pérdida del monopolio.
3. Ceder espacio no es desaparecer
Cuando se pide a los hombres que cedan espacio, no se les está pidiendo que se borren del mundo, sino que compartan el centro. Cuando se pide a los catalanohablantes que acepten una administración y una cultura también hispanohablantes, no se les pide que renuncien a su lengua, sino que reconozcan la pluralidad real del país. El equilibrio no se logra eliminando al otro, sino teniendo el mismo espacio compartido en igualdad de condiciones. La diversidad no empobrece a nadie: enriquece al conjunto.
4. Las instituciones como reproductoras del poder
El patriarcado se sostuvo no solo por mentalidades, sino por instituciones: escuelas, medios, parlamentos, empresas, diseñados desde una mirada masculina. El catalanismo institucional hace lo mismo: usa la escuela, los medios públicos y las subvenciones culturales para reproducir su hegemonía lingüística y simbólica, aunque ya no sea mayoría demográfica ni cultural.
Ceder espacio, en ambos casos, implica democratizar las instituciones: dejar que también reflejen la pluralidad social real. Que las televisiones públicas representen la lengua que habla la mayoría; que las escuelas respeten la lengua materna de cada niño; que la cultura deje de ser un espejo de una sola identidad.
5. El mito de la desaparición
El discurso de quienes no quieren ceder espacio suele ser apocalíptico: “Si el catalán deja de ser obligatorio en la escuela, desaparecerá., “Si los hombres dejan de liderar, el feminismo destruirá la sociedad”
Pero la historia demuestra lo contrario. La lengua catalana no desaparece porque comparta espacio: al fin y al cabo quienes tienen que hablarla... son sus hablantes, y no emprender una cruzada de conquista lingüística sobre el resto de la población que ya tiene su propia lengua y cultura.
Los hombres no se vuelven invisibles porque haya mujeres líderes: se vuelven más humanos, más complejos, más libres de sus propios roles. Ceder espacio no destruye identidades, las humaniza. Lo mismo sucede con la sociedad y la cultura.
6. Ética del poder compartido
El fondo de ambos debates es ético: ¿quién tiene derecho a definir lo que somos? La justicia no consiste en mantener cuotas de poder heredadas, sino en reflejar la realidad viva de una sociedad. Cuando la mitad de la población es femenina, esa mitad debe estar en el poder. Cuando la mayoría de la población catalana es hispanohablante, esa mayoría debe tener presencia, legitimidad institucional y ser mayoría en el poder.
Ningún grupo, ni los hombres, ni los catalanistas, puede reclamar como suyo lo que pertenece a todos. El poder no es una propiedad; es un bien común que debe redistribuirse con cada cambio social. Que el catalanismo ceda espacio no es rendirse, pues no tiene derecho a asimilar: es madurar como sociedad. Los hombres que ceden espacio no traicionan su género, lo liberan de su rigidez. Los catalanohablantes que aceptan compartir poder con la cultura hispana no traicionan a Cataluña, la hacen más real, más profunda, más rica. Solo quien tiene miedo de compartir teme desaparecer.

